Solía jugar hace mucho tiempo en un viejo jardín donde se daban florecillas silvestres. Eran tantos los colores que no por ello eclipsaban el verde perfecto del pasto que había sido sembrado. Solía observar a las hormigas cargando hojitas hasta su casilla en la tierra, pero era más mi dicha cuando me recostaba en la hierba a la sombra y a hurtadillas del sol veía pasar las nubes blancas. Eran miles de formas caprichosas las que tomaban.
Imaginaba historias sobre ellas, recuerdo muy bien una de ellas, cuando éstas se tornaban a la manera en que parecen pedestales de dioses, yo, habiendo sido criada en un hogar católico, pensaba que Dios, nos observaba con ojos curiosos. Unos días se me figuraba un niño, el niño Jesús; otros, un hombre.
Era tal mi capricho e inocencia que me detenía a pensar en que, Él en su divina plenitud, querría jugar conmigo. Mandaría sin duda a unos angelitos por mí, pero, como son seres celestiales, ellos de ninguna manera podían bajar a la corrompida Tierra, por lo tanto, tomados de la mano, lanzarían una hermosísima cuerda de oro para que yo los acompañase. Primero, saltaríamos todos y jugaríamos en las nubes, vería a todos aquellos que estaban ya en el cielo, como decía mi mami, y comeríamos pedazos de nubes sabor a algodón de azúcar o a golosinas, de esas costosas que no empalagan la boca, pero que solo puedes comprar una.
Siendo niña como era, ese paraíso se me antojaba solo un rato, porque al terminar el día yo bajaría y Dios, ya en su forma de adulto, me regalaría la cuerda de oro para obsequiársela a mi mamá, y que dejara de trabajar tan duro como lo hacía.
De pronto, sentía el frío en mis bazitos, y sabía que era hora de volver a mi casa, me tomaba de la mano de mi tía y caminábamos por el camellón, enfrentando el atardecer, lo que cegaba mi vista de niña ante las personas que, a nuestro alrededor, merodeaban con afanes no muy honestos.
Vivo en el mismo lugar que hace veinte años y pienso que realmente me agrada la idea de seguir aquí. La gente, al igual que en toda la ciudad es deshonesta y cruel, pero por alguna extraña razón, me siento a salvo en mi casa. Toda ella está llena de recuerdos: de la familia, de los amigos, de mi misma. Incluso la pintura de las paredes, que se ha deslavado a medida que fue pintada, me trae memorias.
Por eso quiero irme, los centenares de objetos, me matarían poco a poco, después de lo que hice, no merezco ni una de las cosas que aquí se encuentran, porque todo aquí, es puro e inmaculado, todo aquí es alegre y virtuoso, todo aquí, no pertenece a mi nuevo ser.
Empaco únicamente lo necesario, por desgracia, cuando uno deja atrás toda la vida, un par de maletas grandes no parecen, para nada, lo necesario. Ni siquiera se acercan a ello. He metido mi ropa, sobra decirlo, pero me debato si llevarme aquello que me traiga memorias, que no quiero ver, pero que, paradójicamente, si no tengo, me muero.
Observo uno de mis juguetes favoritos, un oso de peluche blanco, lleno de pelusa a fuerza de tanto lavado. Recuerdo como si fuera ayer el día en que me lo regalaron, pero paro la remembranza, pues no quiero llorar.
El álbum no, definitivamente, una sola mirada me provocaría mares de lágrimas, que tomarían caminos propios en mi rostro. Un cuadro, la piedra angular de mi hogar, jamás, me condenaría más, es el que mantiene en pie la construcción.
Me decido finalmente por una foto, pero la meto rápidamente, sé que es la mejor que he tomado en mi vida, pero, no quiero dejarme llevar por el impulso.
Observo los muebles, mis muebles, huelo el café del ambiente. Me maldigo tres veces porque sé que lo que hago, tal vez me traerá buenos momentos, pero no la felicidad que aquí tuve: una alegría inocente.
Subo las dos maletas al coche, en la parte de atrás. Enciendo el motor. Gracias al cielo, que no es la última vez que vendré, aún hay tiempo, unas semanas, unos meses, no lo sé. Comienza la lluvia con unos golpecitos que apenas si alcanzo a notar. Cala el frío, pero no me quiero abrigar. Ya será el momento.
Al sacar mi equipaje del carro, veo la construcción verde que está frente a mí, un par de edificios, pintados de franjas verde pasto y blanco, me muestran mi destino. Respiro, aquí no huele a café y a cigarro, sino a nuevo y limpio. Subo todo dificultosamente.
Llego a casa y caigo muerta en mi cama. Me resbalan más y más lagrimitas por mis ojos, duermo plenamente y nuevamente sueño el hermoso jardín con mis fantasías puras.
Llegó el día, un primorosos vestido me espera al salir de la regadera, después de cientos de arreglos, por fin quedo lista. Tiemblo ante la idea de pararme ante el altar y decir que acepto.
Probablemente, casarse y mudarse a tres calles de mi casa no sea mucho, pero yo sé que no estoy dejando solo mi hogar de manera parcial, sino que, simbólicamente, no volveré a ser parte de esta casa. Formaré mi propio hogar, que aún no huele a nada familiar, tendré mis propios hijos que, probablemente, sentirán lo que yo sentía aquí: dicha inocente. Pero ya no seré yo la que sea de este modo y, sin duda, ya no será esta mi casa.
Mi primera entrada en el blog, espero les guste.
ResponderEliminarPor Dios Jenny me encantó tu entrada, no sabía que escribías :)
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