Siento mis dedos ensangrentados, maté a alguien y no, eso no me duele, esa no es la causa por la cual me siento mal, el verdadero motivo es que me maté, es mi sangre la que escurre por mis manos y llega hasta mis codos. Siento mi sangre tibia correr, no por mis venas, sino sobre mis venas. Veo mis antebrazos encendidos en llamas que no puedo -ni sé cómo- extinguir.
Me maté de la manera más dolorosa, no pude -ni supe cómo- defenderme. Eso duele. Perdí el sentido del hedonismo y olvidé lo que era ser yo; me olvidé de mi misma. Olvidé o, más bien, no quise recordar.
Ahora intento -y quiero- escribir, pero no puedo. ¿Cómo llegué a esto? ¿Por qué esta vez mi querer no es (mi) poder? Me perdí, me olvidé, me maté. Jamás había sentido letras tan pegajosas en mis dedos, se aferran a ellos como sangre coagulada, como tejido interior de mi útero adherido a mi pensamiento. ¡Psique alterada!
Llamóle suicidio porque ¿de qué otra manera podría llamarle? Yo no disparé, yo no tomé el puñal, yo no puse las pastillas en mi bebida; pero tampoco lo evité, e incluso, de alguna manera, yo puse la soga en mi cuello.
Ahora solo escucho un «no te sientas mal, también fue mi culpa» y el tic, tac de un reloj descompuesto que está en la pared y marca las tres de la mañana.
— ¿A quién hay que matar?
— ¿A quién hay que matar?
— A mí o a mi conciencia. Mejor a ambas.

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