Un día, así, de la nada, dejé de lado mi gran egocentrismo. Ese día me topé frente a frente con algo llamado amor.
La historia comenzó a desarrollarse el tercer lunes de febrero a las 8:00 de la mañana. Aún soplaba el viento frío del invierno y el cielo estaba azul con motas blancas que decían ser nubes, aunque más bien parecían pequeñas ovejas a punto de ser trasquiladas porque la primavera se acercaba.
La primera vez que hablamos de nosotros decidimos conversar en la escuela, pero el ruido que producía la gente que nos rodeaba eliminaba todo ambiente de privacidad y romanticismo.
Al salir del edificio yo sólo pensaba en todas las veces que había transitado por ahí, por esa banqueta gris y sin color, viendo a la misma gente y esa valla amarilla que me desesperaba pues me hacía sentir como acorralada. Nunca antes lo había visto de esa manera, ese día no sé ni por qué lo hice si de cualquier modo, íbamos en sentido contrario a la calle, con rumbo al parque, pasando por debajo del puente y en frente de la estación de policía, atravesando Río Churubusco.
Los colores eran tan nítidos que parecía que veía una película francesa en una pantalla de LED HD. Aún recuerdo que fuimos a mi lugar especial. Era simbólico pues cerca de ahí tuve las mejores y más gratas platicas sentimentales con mi buen amigo Gabo, el chico Friedrich Nietzsche versión filósofo del siglo XXI.
Tengo muchos lugares favoritos porque a cada persona le dedico un espacio único. Esa banca, que de “lugar especial”, hasta ese momento sólo tenía el nombre, se convirtió en una de las partes más representativas en las que estuve durante mi estadía en la preparatoria.
Cómo olvidar el escaño de terminaciones rústicas en color verde bandera o los arbustos de no más de un metro de alto que lo escondían y camuflaban justo en el centro del camellón. Cómo borrar de la escena a las gamonitas blancas que había alrededor y nos brindaban una extraña sensación de tranquilidad. Incluso, ahora mismo podría describir a la señora que pasó corriendo cinco veces por el mismo lugar o a los pinos con muchas ramas pero con copas poco tupidas, de tronco verde por el moho que los cubría o al césped que apenas comenzaba a asomarse en la tierra y ya era tan verde como un chícharo brillante.
Olvidar detalles como esos sería una negación a sus 167 centímetros de libertad y su filosofía de vida netamente vitalista o que sus ojos me cautivaron porque no son como la miel, sino como una bebida preparada con agua tibia, dos cucharadas de azúcar y una de café. U omitir que sus labios son una mezcla entre cerezas del Mediterráneo y de cola larga, que sus brazos y manos parecen retoños de un rosal de Castilla mientras que su voz se asemeja a una llovizna vespertina y su cabello rizado y castaño es tan suave como un rollo de hilo de seda.
Soy enamoradiza por excelencia y admito que me fue muy difícil aceptar que esa vez en lugar de aumentar un integrante a mi lista de romances, había escrito el primer nombre del apartado «amores». Aunque me resultó menos complicado desde el momento en que me percaté de que nuestra relación pasó por las etapas de «gran amistad» y «buen noviazgo» hasta que llegó a la máxima expresión romántico-amorosa que conozco: la complicidad.
Cuando comencé a escribir este texto imaginé cómo se dilatarían poco a poco las pupilas de sus redondos ojos ámbarados a contra luz, cómo comenzaría a esbozarse su sonrisa de esfinge y la manera en que, levemente, se sonrojarían sus mejillas de albaricoques maduros mientras, entre líneas, descubriría que mis letras son suyas.

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