Perdía el control lentamente; primero de los brazos, después
de la cabeza. El sonido de la música de al lado era fatigante, las mismas notas
se repetían desmesuradamente. El sonido, que crecía gradualmente, se acompasaba con
los movimientos descontrolados del cuerpo que otrora era de un
hombre fornido y bello.
En los demás pacientes, el medicamento suministrado no
causaba más que epilepsia y leves estremecimientos; sin embargo, a él le
brotaban mares de lágrimas de sus dulces ojos enrojecidos.
Todos los médicos corrían de un lado al otro en busca de jeringas y tarritos llenos de líquido transparente. En manada se abalanzaron contra el hombre que se retorcía repulsivamente en el suelo y le inyectaron uno a uno la medicina. Los litros de sustancias no hicieron nada provechoso, pues M. Harold se inflamaba del cuello, se llenaba de horribles llagas en el rostro y parecía que sus ojos se derramarían confundidos con las lágrimas. Él se lamentaba, no gritaba ni chillaba, sólo dejaba escapar sonidos comparables con los que emiten los gatos en las noches que las brujas beben la sangre de los niños. Harold comenzó a vomitar espuma de olor nauseabundo, y de sus oídos salían finos hilos de sangre. Mientras tanto, los médicos anotaban en cuadernillos de pasta dura todas las reacciones producidas en el hombre; asimismo, esperaban con ansias que el medicamento le causara otros síntomas, otros padecimientos. En su interior no sentían remordimiento o susto, ya que ese era el precio de la ciencia.
Todos los médicos corrían de un lado al otro en busca de jeringas y tarritos llenos de líquido transparente. En manada se abalanzaron contra el hombre que se retorcía repulsivamente en el suelo y le inyectaron uno a uno la medicina. Los litros de sustancias no hicieron nada provechoso, pues M. Harold se inflamaba del cuello, se llenaba de horribles llagas en el rostro y parecía que sus ojos se derramarían confundidos con las lágrimas. Él se lamentaba, no gritaba ni chillaba, sólo dejaba escapar sonidos comparables con los que emiten los gatos en las noches que las brujas beben la sangre de los niños. Harold comenzó a vomitar espuma de olor nauseabundo, y de sus oídos salían finos hilos de sangre. Mientras tanto, los médicos anotaban en cuadernillos de pasta dura todas las reacciones producidas en el hombre; asimismo, esperaban con ansias que el medicamento le causara otros síntomas, otros padecimientos. En su interior no sentían remordimiento o susto, ya que ese era el precio de la ciencia.
M. Harold dejó de temblar y de estremecerse. Su respiración
cobró un ritmo normal y sus ojos ya no eran blancas perlas. El enrojecimiento,
la inflamación y las ámpulas persistían en su piel.  En un arranque de inexplicable ansiedad clavó las
uñas en su rostro y rasgó con impotencia sus pómulos de infectada manzana. En
ese instante, escapaban de él lamentos que producían asco a sus espectadores.
Nadie lo ayudó, al contrario, toda la sala explotó en risas. Harold, turbado,
miraba con horror las sonrisas macabras de los despreocupados médicos. Quería
asesinarlos, enterrar en sus órbitas oculares los bisturís, los aparatillos
puntiagudos de metal e incluso picarlos indefinidamente con las jeringas. Los
odiaba, y el odio en la imaginación de los hombres es un mal muy nocivo.  
De pronto, los ataques regresaron y el cuerpo de Harold
recobró los movimientos cadenciosos. Danzaba despreocupado, rítmicamente.  Un último espasmo lo impulsó. Su movimiento
fue tan brusco que su tabique se destrozó al golpearse contra el suelo. Así
murió M. Harold Burdeaux. 
Los médicos, con hidropesía de ciencia, investigaron
minuciosamente el sorprendente caso de M. Harold, puesto que hasta ese
entonces, todas las extirpaciones de los órganos encargados de los sentimientos
habían sido exitosas. Lo que nadie sabía es que la soledad de Harold era tan
grande que tenía vida propia. En algunos momentos, se movía furiosamente en su
interior, lo mordía, lo hacía llorar. La soledad lo postraba horas frente a una
computadora o a un televisor. Consumió su mente, le impedía pensar. Lo mató. 
 
 
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