Me
encontré allí solo en una habitación vacía. Era como una cárcel sin sentido,
era como mentirse. Entrar a la prisión en donde realmente los que deberían ir
allí eran “ellos”. Sólo los llamaré “ellos”, porque la lista es larga. 
No
sé cuando entré, es natural que un preso no sepa el día en que entró; son
naturales muchas cosas: que se te olvide tu nombre, que sepas cuántos años
tienes, saber si es día o tarde (vez el sol solamente, no te ocupas en saber
para saludar: hola buenos días…! O perdón tardes.) y lo más común de olvidar es
la cordura. 
Cuando
olvidas la cordura es cuando construyes todas y cada una de tus hipótesis del
porqué estás en este lugar. Y empiezas a pensar que la libertad es el
“auto-engaño” más vulgar. Es más vulgar que esta asquerosa celda llena de
mierda. (Claro, la mierda la produces tú). La libertad… bueno, ahora sé que la
libertad no existe y no porque no la tenga, no juegue con ella, no la bese y me
acueste con ella; simplemente la libertad, estés fuera o dentro de esa mierda
de cárcel, no existe. (Sí, sí… ya sé que dije algo que depende de la filosofía
más compleja y concreta, pero la filosofía no está aquí, ni con ustedes
“disfrutando la vida”). 
La libertad, por más
que la quieras pensar dependiendo tu sitio, sabes perfecto que no es así. No la
posees como es, sólo la miras y la contemplas, engañándote. Como dicen: es un
auto-engaño feliz. Si bien, uno la toma como puede y se presume: la restriega,
juega o se la enreda como pañuelo a alguien. Pero, cuando vienen a visitarte,
te das cuenta que esa “libertad” es tu construcción más cruel, una forma de
flagelar  tu pobre e inocente alma.
Terminé
por reírme de esa blasfemia. La escribí a los pocos días de recibir la paliza
de bienvenida. 
¿De
verdad tengo que definir qué es la libertad?... ¿no crees que es una pregunta
muy superflua para estos tiempos?.
Si
bien, antes de entrar aquí, era un hombre muy social. Tenía todo lo que un
bastardo de aquí pudiera desear: una vida impecable. Era feliz viajando por las
calles de noche, tomando café y platicando con la señorita de la caja
registradora. Miraba las mañanas y, aunque me daba flojera levantarme, me
encantaba ir al trabajo. No quiero decir lo típico: “daría todo por ir a mi
trabajo, así se valoran las cosas”. Si bien no juzgo a quienes lo expresan
aquí, pero yo no lo diría. 
Realmente
no esperaba esto de… la cárcel ¿sabes?. Realmente antes de entrar a este
cuarto, fui a la ventana de mi cuarto, arrimé la cama y me paré para estar
justo en la entrada de la ventana. Y pensé en lo que para mí era lo más bello:
el olor del atardecer, el cabello de mi madre, la risa de mi padre, las gotas
de agua en mi cuerpo, el mar, el silencio de mi casa, el gran salto de una
bailarina, el jugo de naranja en las mañanas, el sol brillante que alumbraba la
casa, el olor a café en las noches, el viento de la tarde en primavera, cuando
llego a mi casa, cuando meo en mi baño, el frío de la noche… todo llegó como
miles de pinturas exponiendo mi vida. 
Ahora
me miro las manos: puercas.
No
sé cuánto tiempo he pasado así ”mirándome las manos”, cuando en realidad estaba
en mi ventana, sintiendo el viento y la gran adrenalina que te da estar allí. 
Es
todo lo que tengo que decir. El silencio. 
Primavera 2013
 
 
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