En la antigua y eterna noche, enronchada de tonos verdes y azulados, de ese azul que nadie entiende, los furores de mi más interna soledad, o locura, se encuentran en mi limbo durmiente, fascinándolo de recortes humanos, deseos internos (fogosos), que se convierten en un delirio casi, casi, real. Mutándose, mezclándose, llegando por poco a la realidad virtual. En esa noche antigua, enronchada y fría, los recortes de una sonrisa, manos y ojos se confabularon para alborotar esos perros blancos que ladran en mi mirada y corazón, destazando fríamente a lo que realmente vivo.
Al cuarto en que me guarda, delirio palabras incompletas e incomprendidas. Desgajo imágenes queriendo encontrar la imagen real de tu cuerpo. Por más que mis palabras desean tu presencia, más me alejan de lo que podría “ser verdad”. Yuxtapuestas las pocas pistas que tengo de ti, implorando que un mínimo de tu ser se revele ante los reflectores de mis ojos, fotografiando poco a poco tu pómulo, tu cabello, tu torso, tu ropa, tu aroma, hasta crear el perfecto collage de tu cuerpo.
No sé como ande yo en la “realidad”, estoy más perdida en mi dulce de vino y de sueños, que aborrezco la “realidad”. Mas una pista de tu existencia me dan: tus manos, manchadas de tinta, dejan con un movimiento cansado y satisfecho, tú pluma. Una visión cambia, para que tus manos, furtivas, risueñas, se mezclen entre tu piel y mi piel, entre tus dedos y mi obligo. Acariciando un delgado hilo de carne. No puedo describir tanta intriga y locura tengo al pensar que ese vientre mío, tienen el placer de conocer tus lectoras manos. Un placer que no conoce nadie, pero que, a uno de mis perros blancos, acaba de matar.
No logro entender quién ha tramado tu maldita entrada. No sé si maldecir, o bendecir tu intersección a mis tranquilos y engañados deseos. No sé si llorar o esperanzarme por tu aparición. Te creo real, te creo lejano. Como aquel día en que te escribí cuando era niña. Una carta pueril, intuitiva, deseosa, que desdeñaste desde el día en que te la envié y que, por esa razón, nunca apareciste. Ahora, tras la partida de mi inocencia, quieres disculparte mandándome fotos de ti, recortes de fotos que hacen más daño a mí desgastada cobija ilusoria.
Pero no te desdeño, te grito acorralándote, o tratando de hacerlo, palabras inexistentes y bofetadas de deseo, combinando mi sudor con tus ojos, mi boca con tus manos y tu sonrisa con mis ojos, hasta fusionar la plegaria vigorosa de que te quedes o que te intereses en existir.
Aún en mi sueño eres perfecto. Mi piel se evapora, mis labios se deshielan, mis manos se estremecen, en cuanto revelo tu aroma y tus mullidos labios. Te veo con una mirada seria que a cada pista de tu ser, encarcela mi mirada en una sola gota de suspiros. Mi voz no suena, mis manos no toman, mis piernas no se relajan, mis labios no dejan de dibujar palabras. Para qué desear con el cuerpo, si puedo desearte con mi alma. No deseo tu cuerpo sobre mí, deseo tus manos sobre mi cabello, tus labios susurrando letras, tus ojos, mezclados con los míos, imaginando el tamaño del atardecer. Pero por más que no quiero imaginar mi vida contigo, tú simple y lamentable virtualidad, hacen de mí un tormento de deseos sedosos, cálidos, pueriles, pero nunca reales.
Intento con todas mis fuerzas y lágrimas, salir de ti, escapar de tus brazos cálidos, de tu aroma indescifrable, para ir al aroma de una mañana, a los cálidos brazos de mi cobija. Quisiera nunca hubieses recordado esa carta, quisiera que siguieras en el exilio de mis deseos, en la tullida entrada de las ilusiones, para que no entraras a este agridulce sueño. Quisiera que te encontrara, por allí, en la calle, sentado me miras y que reconocieras a esa mujer, que alguna vez soñó que te soñó.
C.V.
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