Hace ya bastantes años, en un reino más
allá de la mar vivía una niña que podéis conocer
con el nombre de Annabel Lee. Esa niña
vivía sin ningún otro pensamiento que
amarme y ser amada por mí.
Edgar Allan Poe.
En un lugar apartado de Dios, lejano, muy lejano, vivía una hermosa joven llamada Ana. Tenía un corazón puro, una mente loca y su ego era más grande que su misantropía.
Su corazón ya había sido muchas veces roto en trocitos por haberse enamorado en incontables ocasiones de gente sin sentimiento bueno aparente, hasta que un día conoció a una persona maravillosa a la cual amó con todo su ser y aún más allá de éste. Era amor, amor correspondido, consumado por sus almas y afirmado por sus cuerpos. Amor más grande jamás existió.
Amor prohibido, ¿ya había mencionado? Ana permitíase ser egoísta de vez en cuando, pero no con lo que más amaba en la vida. ¿Cómo concederse el permiso de apartar a su mayor tesoro de las personas que tanto amaba? Y más allá de eso, ¿cómo permitirse dejar de lado su honor? ¿Cómo cometer una traición de tal magnitud? ¿Cómo amar a alguien cuando su amor iba en contra del mismo?... ¿Cómo?
Ana era dura, fuerte y valiente, pero había cosas que ni ella podía controlar. Eran circunstancias que se salían de su jurisdicción, sobre las que no tenía poder alguno.
Tomó un trozo de papel amarillento, escribió un adiós con su pluma fuente color azul y condujo a ciento sesenta kilómetros por hora en una carretera de la que sólo Dios y los ingenieros que la construyeron sabían de su existencia. Recordó cada beso, cada caricia, cada noche y no tuvo más remedio que acelerar, acelerar y acelerar; no tuvo más remedio que hacer eterno su amor mediante un largo viaje en una carretera sin retorno alguno.
Desde entonces de Ana no se sabe más que su nombre y que algún día amó a alguien como nunca nadie amó.
Desde entonces de Ana no se sabe más que su nombre y que algún día amó a alguien como nunca nadie amó.
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